A quien corresponda, aunque no le corresponda preguntar lo que pregunta, le digo: escribo con tanta frecuencia sobre los mártires de la persecución religiosa a los que los socialistas, los comunistas y los anarquistas, alentados por los masones, asesinaron durante la Segunda República y la Guerra Civil españolas, por motivos importantes, de los que solo uno de ellos justificaría mi dedicación a los mártires. Expongo algunos, sin que el orden en el que los cuento se pueda interpretar que son de mayor o menor importancia.

En primer lugar, escribo estos temas porque los sucesores políticos de los verdugos de los mártires y sus corifeos, amparados y subvencionados por la totalitaria ley de la llamada “memoria democrática”, están entreteniéndose con el cuento de la buena y la mala pipa, en lugar de describir lo que pasó durante aquellos años. En segundo lugar, porque los que, por la obligación de su cargo, debieran defender la memoria de nuestros mártires no lo hacen o lo hacen con remilgos para no incomodar a los que hoy mandan en España, no vaya a ser que les digan que son de la ultraderecha, o lo que es peor: franquistas; actitud de lo más torpe, porque de todos los modos les van a decir todo eso y mucho más…

Y podría seguir describiendo más razones que justifican mi proceder, pero me detengo aquí ya que por encima de todos estos motivos hay uno que es el que más importa tener en cuenta por la situación en la que se encuentra España desde hace años. España, es decir cada uno de los españoles, Juan, Pedro, María, Felisa etc. porque a la “señora España” no hay manera de darle ni los buenas días ni las buenas noches… Decía que cada uno de nosotros vivimos necesariamente con un rumbo, ya que la vida por ser esencialmente movimiento exige dirigirse a un destino, aunque este sea el peor de todos, como es el infierno.

Escribo estos temas porque los sucesores políticos de los verdugos de los mártires y sus corifeos, amparados y subvencionados por la totalitaria ley de la llamada “memoria democrática”, están entreteniéndose con el cuento de la buena y mala pipa, en lugar de describir lo que pasó durante aquellos años

Yo se lo explicaba a mis alumnos todos los años en la Universidad de Alcalá, al principio del curso. El sentido o el fin de la Historia no es otro que el sentido o el fin que cada uno le quiera dar a sus vidas. En consecuencia, para algunos el fin de la Historia es la grandeza del partido y, en este caso, entre sus partidarios para unos el fin de sus vidas no es otro que llegar a ser ministro o por lo menos diputado y para los más tontos de esta finalidad partidista su destino en la vida es votar sin que se disperse el voto, aun a costa de ir a las urnas contra los principios morales más fundamentales. Para otros el fin de la Historia es la expansión de la empresa, y en este caso hay que conseguir ser director general como sea; y hasta los hay que se creen que el fin de la Historia es la brillantez de la Universidad y, por lo tanto, los partidarios de esta finalidad tan intelectual si no consiguen ser catedráticos, por supuesto de Universidad Pública, destilan una mala leche que no hay quien les aguante.

Y cuando todos mis alumnos se partían de risa al escuchar todos estos estúpidos fines por los que tantas personas beben los vientos, les decía que como profesor, tiene que ver con lo de “profesar”, iba a contar en público lo que yo pensaba del fin de la Historia, para que se enteraran con quien se iban a jugar los cuartos en los próximos meses. Entonces se hacía un silencio que se podía cortar en el aula, y les decía: “El fin de la Historia es que el hombre sea plenamente hombre, que vuelva a Dios, que sea santo”. Y al ver las caras de aquellas criaturas que se estrenaban en la Universidad, porque yo siempre elegía dar clase a los de primero, les aclaraba: si alguno de ustedes piensa lo mismo que yo del fin de la Historia, pero no se sabe las fases de la Revolución Francesa, le suspenderé; y, por supuesto, se puede aprobar esta asignatura, aunque no se comparta mi finalidad de la Historia, si se conoce lo que pasó después de la reunión de los Estados Generales en Francia en 1789.

Sí, escribo la vida de nuestros mártires que vertieron su sangre durante la Segunda República y la Guerra Civil, porque prefirieron la muerte antes que colaborar con unos dirigentes políticos, que se habían propuesto que España “dejase de ser católica”. Si nuestros mártires hubieran accedido a la petición de sus verdugos, hubieran salvado la vida, aunque más dudoso es que en ese caso hubieran salvado su alma. Solo se les pedía cosas tan sencillas como escupir contra una estampa o gritar una blasfemia y no lo hicieron a costa de su vida.

Y por eso nosotros necesitamos seguir su ejemplo por motivos de supervivencia, porque el posibilismo y el mal menor rigen la actuación de tantos católicos en España, que viven como si el fin de la Historia fuera la grandeza del partido, la expansión de la empresa o la brillantez de la Universidad…, sin querer reconocer que vidas tan cobardes como esas no atraen a nadie, motivo por el que faltan vocaciones en los seminarios, en las órdenes religiosas y en los movimientos laicales, que surgieron a lo largo del siglo pasado. La triste realidad es que muchas de las instituciones católicas tienen un gran patrimonio y poca gente, porque se han vaciado sus jaulas de pájaros.

Por cierto, han sido tantos los mensajes que he recibido por contar el domingo pasado cómo fue mi infancia en Vallecas, que aprovecho para dar las gracias a todos, porque no me ha sido posible responder personalmente a cada uno de los mensajes. En dicho artículo describía la educación católica que recibí de mis padres y el ambiente religioso de mi barrio. Por este motivo, nada más llegar a la Universidad me dieron un sectario bofetón en el alma, que todavía me está doliendo.

Madrid y septiembre de 1969. En esa fecha se me presentaba la oportunidad de estudiar Filosofía y Letras en la Universidad Complutense o en la Autónoma de Madrid, que se había puesto en marcha el curso anterior. Y elegí la Universidad Autónoma por un motivo nada académico. Como todavía no se habían acabado las obras de Cantoblanco, habilitaron distintos edificios de Madrid y distribuyeron las Facultades por la capital. Al principio del Retiro, cerca de la boca del Metro de Atocha, justo donde está el Real Observatorio de Madrid de Juan de Villanueva (1739-1881), había un caserón donde nos metieron a los de Económicas y a los de Filosofía y Letras. Como yo tenía que coger el Metro en la estación de Puente de Vallecas, mi elección de la Autónoma se entiende con el plano al comparar los trayectos que hay que hacer para llegar a Moncloa o a la estación de Atocha. Allí hice los dos primeros cursos, porque en tercero estrenamos la Facultad de Canto Blanco.

Por lo que les voy a contar, lo del gran bofetón en mi alma, conviene recordar que fue el Ministro de Educación, José Luis Villar Palasí (1922-2012), quien puso la Universidad Autónoma de Madrid en marcha. Por entonces las cátedras de Universidad se cubrían alternativamente por oposición o por concurso de méritos, de manera que si don Conegundo había entrado por oposición y dejaba libre su plaza al jubilarse, en este caso se cubría de nuevo pero por concurso de méritos. De este modo, los catedráticos solían empezar sus carreras por la periferia y la mayoría trataba de llegar a Madrid y Barcelona. Así es que la puesta en marcha de la Universidad Autónoma requería nombrar una plantilla completa de docentes, que fueron designados por el Ministerio. De este modo muchos catedráticos de la periferia aterrizaron en Madrid antes de tiempo. Desconozco lo que sucedió en otras Facultades, pero en Filosofía y Letras llegaron tantos marxistas, que aquello no pudo suceder al azar, por lo que todo el mérito in eligendo aut in vigilando hay que atribuírselo  a Villar Palasí, que no es justo que haya pasado la Historia solo por lo de la Ley General de Educación de 1970, que inició la cuesta abajo de la enseñanza en España.

El sentido o el fin de la Historia no es otro que el sentido o el fin que cada uno le quiera dar a sus vidas

Al comenzar en la Univesidad conocí al catedrático de Filosía Carlos París (1925-2014), un personaje procedente de Falange pero que, por entonces, ya había dado el vuelco y bien que lo manifestaba, por lo que no me extrañó que acabara formando parte del Comité Central del Partido Comunista Español. Él mismo explica en sus memorias su misión en la Universidad Autónoma: “Se trataba de desarrollar una actividad filosófica abierta a los grandes problemas de nuestro mundo, no de proseguir la filosofía, que ya satirizaba Bacon, aquélla que, como la araña, teje la tela a partir de su propia sustancia. Y en este sentido, mi trabajo ya había marcado unas líneas claras: la relación del pensar filosófico con la ciencia y la técnica, los problemas del ser humano y la sociedad, en una antropología filosófica, y también el rescate del pensamiento español del sepulcro en que había sido hundido”.

Resultado, que a mí me dio clase de Filosofía una persona del departamento que comenzaba su carrera universitaria, bajo la tutela de Carlos París, que debía pensar que para hacer méritos tenía que ser todavía más sectaria que Carlos París. No aprendimos Filosofía, porque el curso se dedicó a la Soteriología.

Todo para explicarnos que la Humanidad se ha inventado mitos religiosos en los que enganchar su salvación, y semana tras semana los iba exponiendo. Comenzó por explicar con todo detalle lo de una tribu muy primitiva cuya liturgia salvífica consistía en hacer guarrerías los indios con las indias, pasó lista a todas las religiones de la América precolombina, por supuesto habló de la religión egipcia y de las mitologías griegas y romanas, por último, del cristianismo. La conclusión a la que había que llegar es que todas las religiones eran mitos y mentiras, pero que los mitos más aburridos y antipáticos eran los que teníamos los católicos. Y se preguntarán ustedes, ¿si todo eran mitos y mentiras, donde colocaba esta lumbrera docente la salvación de la Humanidad? Pues en la lucha de clases, precedente del paraíso terrenal que nos iban a construir los comunistas.

Recibí en mi alma semejante bofetón, cuando todavía faltaban más de cinco años para que se muriese Franco en una cama del Hospital de La Paz.

Javier Paredes

Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá